Hace dos años, el comediante inglés, estrella de la televisión estadounidense, Jhon Oliver dedicó un segmento entero de su programa LastWeekTonight, a burlarse de Rafael Correa (el episodio aún se halla en YouTube y vale mucho la pena encontrarlo), en ese momento presidente del Ecuador.
Oliver ironizaba sobre la hipersensibilidad que demostraba sentir Correa frente a las críticas en redes sociales hacia él y su gobierno.
“¡Cómo te vas a meter en una guerra de Twitter! Nadie ha ganado una de esas”, le cuestionaba Oliver al tiempo que le recomendaba alejarse de la vida en las redes si es que mantenía esa sensibilidad a flor de tuit.
Por supuesto que Correa contestó y, con él, todo su equipo de comunicación. Los medios locales se esforzaron para hacer conocer el hecho. Los no gubernamentales, lo hicieron casi como un acto de catarsis más que periodístico. Y los oficialistas, como una crítica a la tendencia gringa de sabotear los procesos de liberación y cambio.
Una dinámica normal entre el gobierno de entonces y los medios foráneos y propios.
Así como Oliver, todos los periodistas que criticaron la labor del correísmo, recibieron apelativos, juicios, multas y no sólo alusiones en redes sociales.
El contraataque de Oliver no se dejó esperar y lo hizo aún con más saña. Recordándole al presidente su investidura presidencial y exhortándole a no gastar su tiempo en responderle a él, un don nadie de la televisión, y a otros tantos parecidos a él asiduos usuarios de las redes.
Recuerdo el mejor cierre de Oliver. Muy a su estilo pidió a su audiencia hacer durante la semana muchos miles de tuits criticando al ex mandatario para “curarlo” de esa hipersensibilidad al comentario público y hacerle un bien.
Por supuesto Correa no se “curó”. No se suponía que lo hiciera, pues la opinión pública mediática es, al ejercicio democrático de los gobiernos del “socialismo del siglo XXI”, lo que el rating a los programas de televisión.
Los contenidos bajan de calidad para capturar fácilmente la atención de las audiencias. Y, siguiendo el paralelismo, la comunicación gubernamental trueca los proyectos por eufemismos para no comprometer el apoyo y la popularidad en las encuestas.
Las democracias, en especial la de los gobiernos neopopulistas, están tan electoralizadas que viven una campaña permanente y piensan las decisiones de gobierno como productos que alimentan sus imágenes y apuntalan su aprobación. En el corto plazo prima y se priorizan mega proyectos que permitan mega productos de comunicación.
Y cuando no los hay, la cosa se hace más simple, se cierran filas para construir enemigos a la patria y a la estabilidad desde, nuevamente, la parafernalia mediática propia que muy pronto salta a las redes. La discusión de fondo, mágicamente, se diluye. Porque tanto oposición como gobierno tienen el tuit en la punta de la lengua.
El ritmo electoralizado define, también, el actuar político de la oposición que se pone a trabajar -con suerte, si son muy visionarios- dos meses antes del inicio oficial de la campaña electoral. Cierran con resultados mediocres y culpan al tiempo. “Con una semana más de campaña, habríamos ganado”. Como si el tiempo no hubiera sido definido de antemano y fuera una variable y no un dato inamovible.
En este tiempo de slogans y poca política de verdad, uno extraña ese trabajo que, nos contaban, se hacía cuando se pensaban proyectos más grandes que la búsqueda de aplausos para los líderes, y las mentes brillantes de la comunicación política se ocupaba más que de proteger y mantener caudillos.
¿Habrá todavía un espacio de discusión como las tardes de cine y charla? O las sesiones de api y vídeo. ¿Las reuniones de creación de manifiestos más allá de las consignas? No sé. No tengo respuesta. Pero de ellas no he oído hablar en las redes, la pista favorita de circulación para los eufemismos.
Creo que pedir esa “política de verdad’ equivale, hoy, a querer que la TV abierta prefiera emitir una miniserie europea, pero la realidad nos demuestra, que lo que de verdad se privilegia solo los culebrones baratos.
La autora es especialista en comunicación corporativa y crisis.
Hace dos años, el comediante inglés, estrella de la televisión estadounidense, Jhon Oliver dedicó un segmento entero de su programa LastWeekTonight, a burlarse de Rafael Correa (el episodio aún se halla en YouTube y vale mucho la pena encontrarlo), en ese momento presidente del Ecuador.
Oliver ironizaba sobre la hipersensibilidad que demostraba sentir Correa frente a las críticas en redes sociales hacia él y su gobierno.
“¡Cómo te vas a meter en una guerra de Twitter! Nadie ha ganado una de esas”, le cuestionaba Oliver al tiempo que le recomendaba alejarse de la vida en las redes si es que mantenía esa sensibilidad a flor de tuit.
Por supuesto que Correa contestó y, con él, todo su equipo de comunicación. Los medios locales se esforzaron para hacer conocer el hecho. Los no gubernamentales, lo hicieron casi como un acto de catarsis más que periodístico. Y los oficialistas, como una crítica a la tendencia gringa de sabotear los procesos de liberación y cambio.
Una dinámica normal entre el gobierno de entonces y los medios foráneos y propios.
Así como Oliver, todos los periodistas que criticaron la labor del correísmo, recibieron apelativos, juicios, multas y no sólo alusiones en redes sociales.
El contraataque de Oliver no se dejó esperar y lo hizo aún con más saña. Recordándole al presidente su investidura presidencial y exhortándole a no gastar su tiempo en responderle a él, un don nadie de la televisión, y a otros tantos parecidos a él asiduos usuarios de las redes.
Recuerdo el mejor cierre de Oliver. Muy a su estilo pidió a su audiencia hacer durante la semana muchos miles de tuits criticando al ex mandatario para “curarlo” de esa hipersensibilidad al comentario público y hacerle un bien.
Por supuesto Correa no se “curó”. No se suponía que lo hiciera, pues la opinión pública mediática es, al ejercicio democrático de los gobiernos del “socialismo del siglo XXI”, lo que el rating a los programas de televisión.
Los contenidos bajan de calidad para capturar fácilmente la atención de las audiencias. Y, siguiendo el paralelismo, la comunicación gubernamental trueca los proyectos por eufemismos para no comprometer el apoyo y la popularidad en las encuestas.
Las democracias, en especial la de los gobiernos neopopulistas, están tan electoralizadas que viven una campaña permanente y piensan las decisiones de gobierno como productos que alimentan sus imágenes y apuntalan su aprobación. En el corto plazo prima y se priorizan mega proyectos que permitan mega productos de comunicación.
Y cuando no los hay, la cosa se hace más simple, se cierran filas para construir enemigos a la patria y a la estabilidad desde, nuevamente, la parafernalia mediática propia que muy pronto salta a las redes. La discusión de fondo, mágicamente, se diluye. Porque tanto oposición como gobierno tienen el tuit en la punta de la lengua.
El ritmo electoralizado define, también, el actuar político de la oposición que se pone a trabajar -con suerte, si son muy visionarios- dos meses antes del inicio oficial de la campaña electoral. Cierran con resultados mediocres y culpan al tiempo. “Con una semana más de campaña, habríamos ganado”. Como si el tiempo no hubiera sido definido de antemano y fuera una variable y no un dato inamovible.
En este tiempo de slogans y poca política de verdad, uno extraña ese trabajo que, nos contaban, se hacía cuando se pensaban proyectos más grandes que la búsqueda de aplausos para los líderes, y las mentes brillantes de la comunicación política se ocupaba más que de proteger y mantener caudillos.
¿Habrá todavía un espacio de discusión como las tardes de cine y charla? O las sesiones de api y vídeo. ¿Las reuniones de creación de manifiestos más allá de las consignas? No sé. No tengo respuesta. Pero de ellas no he oído hablar en las redes, la pista favorita de circulación para los eufemismos.
Creo que pedir esa “política de verdad’ equivale, hoy, a querer que la TV abierta prefiera emitir una miniserie europea, pero la realidad nos demuestra, que lo que de verdad se privilegia solo los culebrones baratos.
La autora es especialista en comunicación corporativa y crisis.