Sucede casi siempre. Cuando explico las ventajas de gestionar la reputación organizacional, me hallo con preguntas del corte de … “pero, ¿para qué me sirve en lo concreto?”
Hay muchas maneras de hacer tocar las heridas del crucifijo a los Tomases de la reputación. Tomaré la definición que adopta el Instituto de la Reputación o IR, por sus siglas en inglés. Reputación es ese “lazo emocional” que contribuye a una mayor compra de los productos y servicios ofertados por la empresa; consigue recomendaciones favorables; despierta el deseo de los mejores profesionales del mercado por trabajar en ella y atrae inversores para acompañar su crecimiento y proyectos de innovación. La reputación también ayuda a motivar a los colaboradores en el cumplimiento de la estrategia trazada y, algo muy importante, consigue que autoridades y reguladores extiendan las licencias para su funcionamiento.
Añado una ventaja más. Para mí, vital. La reputación ayuda a conseguir esa licencia social extendida, de forma intangible, por públicos disímiles, a veces, amorfos, pero poderosos cuya capacidad de movilización y acción puede paralizar actividades económicas importantes.
Audiencias que muchas veces ni figuran en el mapa de públicos de las empresas y cuando emergen de las profundidades de la desconfianza y del rechazo, las ponen ante desafíos para los cuales las escuelas de negocios no suelen preparar.
Se les habla en clave “soft”, de valores, voluntades, experiencias, compromiso y bien común. Y las empresas, responden en clave “hard”. Muestran autorizaciones, impuestos, hablan de los puestos laborales creados, estudios, encuestas y protocolos que respaldan su actividad. Al frente, encuentran rostros poco o nada convencidos.
¿Qué hacer? Tender puentes de comunicación y consenso con públicos a los cuales nunca han reconocido como tales y, por tanto, desconocen sus lógicas y valores. Volcarán su mirada hasta reconocerlos y estrechar manos para hacer pactos generando equilibrios entre las necesidades de esas audiencias y los intereses empresariales.
Por ejemplo, jamás se nos ocurrió (me incluyo) apuntar a Mujeres Creando como un público para la banca. Se entendía que se trataba de un grupo demasiado alejado de aquella industria. Un buen día, fue la voz aglutinadora de necesidades flotantes en este ruedo del mercado social. Se erigió como cabeza organizadora de aspiraciones y pesares reales de gente común que no había logrado hacerse oír. Cuando lo hizo, se activó esa mesa de negociación de valores intangibles que terminan presionando por conseguir logros en moneda contante y sonante.
Las empresas con buena reputación “cotizan” mejor en esos mercados sociales. Se les tiene una confianza fresca que permite derribar barreras iniciales. El diálogo es más fluido y los mitos negativos son menos o más débiles.
La reputación en economías con mercados de capital sofisticados y desarrollados se comprende claramente como un activo que se traduce en mayor credibilidad y, por ende, en mejores condiciones para colocar sus emisiones.
Como realidad paralela, existe un mercado de valores en lo simbólico y social, en estas nuevas sociedades convencidas y estudiosas de los derechos ciudadanos, donde existe fuerte consciencia sobre valores comunitarios y comunes y es clara la inequidad. Es en ellas en que, estoy convencida, existe una suerte de mercado social de valores, totalmente simbólico, de inicio, y altamente palpable, después.
Es en ese mercado en el que las audiencias de sensibilidad conocen a las empresas desde la congruencia entre sus acciones y el enunciado de sus causas. Así pueden diferenciar entre empresas creíbles y cumplidoras frente a las que sólo buscan un beneficio rápido y poco sustentable. Un ruedo en el que cotizan todas las empresas, aún sin saberlo, y en el que el peso de la reputación marca una diferencia sustancial para entrar o no en un debate que pudiera llegar a tratar, incluso, sobre el beneficio de su permanencia o existencia.
Sucede casi siempre. Cuando explico las ventajas de gestionar la reputación organizacional, me hallo con preguntas del corte de … “pero, ¿para qué me sirve en lo concreto?”
Hay muchas maneras de hacer tocar las heridas del crucifijo a los Tomases de la reputación. Tomaré la definición que adopta el Instituto de la Reputación o IR, por sus siglas en inglés. Reputación es ese “lazo emocional” que contribuye a una mayor compra de los productos y servicios ofertados por la empresa; consigue recomendaciones favorables; despierta el deseo de los mejores profesionales del mercado por trabajar en ella y atrae inversores para acompañar su crecimiento y proyectos de innovación. La reputación también ayuda a motivar a los colaboradores en el cumplimiento de la estrategia trazada y, algo muy importante, consigue que autoridades y reguladores extiendan las licencias para su funcionamiento.
Añado una ventaja más. Para mí, vital. La reputación ayuda a conseguir esa licencia social extendida, de forma intangible, por públicos disímiles, a veces, amorfos, pero poderosos cuya capacidad de movilización y acción puede paralizar actividades económicas importantes.
Audiencias que muchas veces ni figuran en el mapa de públicos de las empresas y cuando emergen de las profundidades de la desconfianza y del rechazo, las ponen ante desafíos para los cuales las escuelas de negocios no suelen preparar.
Se les habla en clave “soft”, de valores, voluntades, experiencias, compromiso y bien común. Y las empresas, responden en clave “hard”. Muestran autorizaciones, impuestos, hablan de los puestos laborales creados, estudios, encuestas y protocolos que respaldan su actividad. Al frente, encuentran rostros poco o nada convencidos.
¿Qué hacer? Tender puentes de comunicación y consenso con públicos a los cuales nunca han reconocido como tales y, por tanto, desconocen sus lógicas y valores. Volcarán su mirada hasta reconocerlos y estrechar manos para hacer pactos generando equilibrios entre las necesidades de esas audiencias y los intereses empresariales.
Por ejemplo, jamás se nos ocurrió (me incluyo) apuntar a Mujeres Creando como un público para la banca. Se entendía que se trataba de un grupo demasiado alejado de aquella industria. Un buen día, fue la voz aglutinadora de necesidades flotantes en este ruedo del mercado social. Se erigió como cabeza organizadora de aspiraciones y pesares reales de gente común que no había logrado hacerse oír. Cuando lo hizo, se activó esa mesa de negociación de valores intangibles que terminan presionando por conseguir logros en moneda contante y sonante.
Las empresas con buena reputación “cotizan” mejor en esos mercados sociales. Se les tiene una confianza fresca que permite derribar barreras iniciales. El diálogo es más fluido y los mitos negativos son menos o más débiles.
La reputación en economías con mercados de capital sofisticados y desarrollados se comprende claramente como un activo que se traduce en mayor credibilidad y, por ende, en mejores condiciones para colocar sus emisiones.
Como realidad paralela, existe un mercado de valores en lo simbólico y social, en estas nuevas sociedades convencidas y estudiosas de los derechos ciudadanos, donde existe fuerte consciencia sobre valores comunitarios y comunes y es clara la inequidad. Es en ellas en que, estoy convencida, existe una suerte de mercado social de valores, totalmente simbólico, de inicio, y altamente palpable, después.
Es en ese mercado en el que las audiencias de sensibilidad conocen a las empresas desde la congruencia entre sus acciones y el enunciado de sus causas. Así pueden diferenciar entre empresas creíbles y cumplidoras frente a las que sólo buscan un beneficio rápido y poco sustentable. Un ruedo en el que cotizan todas las empresas, aún sin saberlo, y en el que el peso de la reputación marca una diferencia sustancial para entrar o no en un debate que pudiera llegar a tratar, incluso, sobre el beneficio de su permanencia o existencia.